domingo, 17 de agosto de 2008

La Dama de Azul


La protagonista de este relato, como de costumbre, tiene una definición concreta que abarca el espacio de tiempo sobre cuyos días grabó su pasar, cúmulo de datos que, dada la importancía que un servidor les atribuye, trasciende de todo encaje histórico para albergar las siguientes líneas que conmocionarán, como mínimo, al más apocado de los corazones. Su mayor peculiaridad es que, analizándola desde una perspectiva más amplia, podemos llegar a la conclusión de que carece de ese marco histórico definido, pues ha sufrido múltiples reencarnaciones. Acontecimientos que a lo largo de los años comparten en la base elementos comunes, singularizando a la tan afamada protagonista por un entrecortado goteo de apariciones que, sin borrar las letras del pasado, han mantenido siempre húmedo el papel de nuestra existencia. Ella es extrovertida y tan exultante de su propia gracia que a todo el que la mirara sacaba los colores. Tan imperial y socarrona que provocaba en el resto el sentimiento cruel de apática impotencia, de resignación y desidia. Aquellos pobres aterrados, sin embargo, han sido a la vez su enemigo y justificación de existencia, pues constituían la otra cara de la moneda con la que se han pagado los peores recuerdos que nos llegan. Ambos focos de discusión son la máxima manifestación de la desgraciada naturaleza del hombre, del que han heredado sus pensamientos, en su mayoría, destructivos. Su parentesco con el común de nosotros estuvo en la base de su triunfo y, muchas veces nada era lo que parecía, comprobándose que hasta la oposición del mal degeneró posteriormente en su favor. No hay ejemplo mejor de innatismo humano que ella, que incluso cuando se la daba por muerta, permanecía su germen en estado latente dentro de los seguidores a los que un día convenció, como anchoa en conserva. Resumiendo, se trata del famoso binomio que en cualquiera de sus formas siempre ha estado presente en nuestras pisadas, y que ha sacado a la luz todas las vergüenzas del ser humano; las fuerzas del bien contra las del mal, los ricos contra los pobres, los blancos contra los negros, los opresores y los oprimidos, los apadrinados y las víctimas del desamparo, de las desigualdades sociales: Política.

Comparto la idea de que la historia es la política del pasado, del mismo modo que la política la historia de nuestros días. Por tanto, se habrían equivocado aquellos que me hubiesen sobrestimado, pues se me escapa de la imaginación describir los más y los menos de esta compañera de viaje. Por el contrario relataré un fragmento de la vida de una de sus hijastras, la dama de azul, delante de cuyos discípulos todavía seguimos corriendo. Adivine el ávido lector la naturaleza verdadera de los eventos.

Nació en el tiempo del cólera, cuando el reloj de la vida se aceleraba incluso en los campos de Castilla, cuando el amor se interpretaba por dos títeres con corazón de madera. Lo hizo huérfana y de improvisto, como rosa que crece entre dos piedras, como mancha de petróleo que sobre la superficie del vasto océano emerge. Durante su infancia, eran constantes el ruido mecánico en la montaña y la desolación en la ciudad. Tardó poco en madurar, aunque a media vecindad le pareciera un siglo. Y cuando cesó la tempestad, la gente empezó a vivir en una calma casi sepulcral, bajo un cielo claro que con su imperceptible capa de miedo filtraba los rayos del sol que iluminaba de gris el mundo. La jóven vestía siempre la misma ropa desgarrada, fruto de su traumática adolescencia, aunque ya era toda una mujer, insinuante y bien dotada que (también hormonada e inconsciente) se abrió de piernas ante una Europa caótica y destrozada que, de no ser por la negativa de su afeminado pretendiente, la habría matado a polvos. Luego agradeció el rechazo, pero vivió de espaldas a los países del mundo civilizado durante el resto de su vida, como muestra de su impoluta dignidad. Ésta siempre permaneció impecable. Como ya digo era fuerte y robusta, pero todo Aquiles tiene un tendón, y el suyo lo eran los vientos del este que en época de primavera soplaban, pues sufría una fortísima alergía al dulce aroma de las rosas que de vez en cuando le venía.

Aunque la dama de azul era presidenta de su comunidad, en su día fue la pedante fanfarrona del primero. Dicho sea que (adaptándose a la época) subió poco a poco por las escaleras, tomando fuerza en cada descansillo, y con un saco de sal bajo el brazo por si le hiciese falta al guiso de alguno de sus vecinitos. Ay, sus ignorantes vecinos, en cada piso del edificio los había de un color y profesión, cada uno de los cuales era pieza imprescindible en la maquinaria que, escalón tras escalón, contaba los segundos que le faltaban a ella para cumplir su objetivo. Desde que se acomodó en lo más alto, el barrio se empezó a quejar de la dudosa legalidad de su mudanza, sospechando que tan sólo era la punta del iceberg, el dedo índice de una mano desmembrada. Busto colocado sobre una base ajena a él, aunque culpable de todos sus méritos de otra forma improbables, como una cabeza en el cuerpo de otro: la criatura de Frankeinstein.

Llegó la década del modernismo, de la sociedad de consumo, los cambios sociales y las miradas hacia la paz, la igualdad y la libertad, que casí en su final acogió el mayo y el agosto de un año que quedará simbólico para la posteridad. Nuestra dama remodeló su apartamento, pobló de flores el balcón y llenó el salón de multitud de objetos que no hubiese comprado de no estar ocultos bajo el atractivo disfraz de la publicidad. Pero, mientras que más allá de los confines de su barrio los hijos de excombatientes en la guerra mundial de la infamia se labraban el reconocimiento de la sociedad, la dama de azul engordaba en reposo sobre su nuevo sofá, despreocupándose de su peso y paseándose por el centro comercial. Igual que un toro, vivió 10 años de injusta abundancia para de pronto encontrarse entre la espada y la pared, se quedó viuda. Entró en decadencia, adelgazó más de lo debido aun cuando más se descuidó el "régimen" alimenticio que entonces seguía, hasta convertirse en la cuarta pared de su propio escenario: el observador del espectáculo, el público de una puesta en escena cuyo montaje había dirigido.

La agonía le serpenteó el esqueleto durante sus últimos dos años. Perdió el habla. Vomitaba sangre negra en su vieja silla -otrora imponente trono- síntoma inequívoco de su hemorragía interna. Era muda expectante de sus últimos días, anciana galante que en silencio anhelaba tiempos de gracia sucios de melancolía, y que, aun desesperanzada, seguía fiel a su perspectiva. A esas alturas tan sólo veía, como paciente trastornada en el hospital del "nuevo día" esperaba la hora de su justo juicio. Con la impotencia del príncipe destronado, con la nostalgia del rey en el país vecino, con el vacío del armario desalojado, con lo macabro de una caja de pino. Sabido era que su mal no tenía cura, así que fue desconectaba por sus propios padrinos de la máquina inerte que en su viudez la mantuvo; de fría sangre asesinos. En paz descansaría en hermética vitrina, sirviendo la simpleza de su forma como memorándum. De derecha a izquierda había, del otro lado del cristal observando, ojos llorosos de personajes enlutados, y el resto, de sepultureros recordando pasados tiempos que, por ello, fueron buenos. 


 

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